Sin tierra no hay futuro

El 81% de las tierras agrícolas en Colombia es propiedad del 1% de las y los agricultores. Foto: Jesper Klemedsson

Esto es un extracto del nuevo informe de We Effect “Luchas de alto riesgo” que muestra las amenazas y la violencia que afecta a las personas campesinas e indígenas que residen en zonas rurales. El informe describe la relación que existe entre la desigual distribución de la tierra, los procesos de empobrecimiento, los conflictos y la desigualdad social.

María extiende su mirada sobre un campo seco y árido. No ha llovido en medio año, el agua de los pozos y de los afluentes disminuye. Los cultivos de la cooperativa agrícola de María, ubicada en la región de La Guajira, en el norte de Colombia, se están secando. Aunque llegara la lluvia, la escasez de agua es una amenaza que persiste. La mirada de María se dirige a la lejanía. Levanta la mano y señala hacia el horizonte.

“Por allá están cavando la tierra. Han encontrado carbón, será una mina y requerirá mucha agua. Vamos a ver si nos podemos quedar aquí”, dice María.

María describe a Colombia como un país rico, con grandes recursos naturales y tierras fértiles.

“Al mismo tiempo, hay personas que no tienen nada para comer. Niños y niñas mueren de hambre y de sed. Y el Gobierno no da ninguna respuesta. Vivimos en un país sin futuro”, sigue María.

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Como muchas otras mujeres en el campo colombiano, María es una campesina sin tierra. Al igual que otras personas, no solo en Colombia sino en toda América Latina, ella se ve obligada a arrendar tierras para proporcionarle alimentos a su familia. Junto con otras 40 personas campesinas, María forma parte de una cooperativa agrícola que cultiva yuca, bananos y tomates en tierras que no son suyas. Lo poco que queda después del autoconsumo, lo venden en la localidad.

«Nací en el campo, aquí crecí y aquí quiero quedarme, pero ser una campesina sin tierra no funciona», dice María.

Colombia es un país de grandes recursos financieros, pero solo una pequeña parte de la población puede beneficiarse de ellos. Del total de las tierras agrícolas, el 81 % es propiedad del 1 % de las personas agricultoras del país. Durante décadas los gobiernos han promovido políticas que sitúan en primer lugar a las empresas privadas con capacidad de hacer agricultura a gran escala. Por otra parte, las personas que viven de la agricultura campesina, la población indígena y afrocolombiana, son expulsadas de las tierras en las que han vivido y que han cultivado durante generaciones. Las políticas que se aplican favorecen la explotación de los recursos naturales como minerales, bosques, generación de energía hidroeléctrica, los monocultivos de plátano, caña de azúcar y palma africana. Productos que en su mayoría son exportados.

Sin acceso a tierras propias para cultivar, gran parte de la población campesina y rural no puede mantener a sus familias. Entre el 2010-2018, en La Guajira, murieron alrededor de 5.000 niños y niñas a causa de la desnutrición. Las grandes brechas sociales y económicas en el acceso desigual a la tierra fueron parte de los motivos que dieron lugar al conflicto que comenzó en la década de los 60 y llegó a convertirse en el conflicto armado interno más largo del mundo.

Durante más de 50 años, las guerrillas de las FARC-EP, confrontaron militarmente con el Estado colombiano. Más de 250,000 personas fueron asesinadas, decenas de miles desaparecieron y más de 7 millones de personas, la gran mayoría población rural, se desplazaron forzosamente al huir de sus hogares por la violencia. Cuando se firmaron los Acuerdos de Paz entre las partes beligerantes en 2016, la mayoría de la sociedad colombiana respiró tiempos de esperanza y cambio. Pero la paz sigue estando aún muy lejos, el conflicto armado continúa en el campo colombiano. En determinadas regiones del país, la situación es caótica, incluso, peor que durante la guerra. Las víctimas son hoy, como entonces, la población campesina, indígena, afrocolombiana, las niñas y las mujeres.

Ana es parte de la misma cooperativa agrícola que María. Cuando tenía 17 años, su padre fue asesinado por un grupo de paramilitares.

“Hasta entonces ignoré el conflicto. No quería tener nada que ver con ese conflicto. Éramos población rural pobre y pertenecíamos a un pueblo indígena. Fue suficiente para convertirnos en un blanco de las acciones de las fuerzas paramilitares”, dice Ana.

Durante el tiempo que ha durado el conflicto, diversos grupos armados confiscaron casi 8 millones de hectáreas de tierra, que pertenecía a la población campesina, afrocolombiana y a los pueblos indígenas. Las personas fueron expulsadas de sus hogares y de las zonas de cultivos. El conflicto golpeó también a Ana y a su familia. Hoy, Ana enfrenta una nueva amenaza. Junto con María y otras personas rurales en la región, Ana trabaja para detener la nueva mina de carbón.

“Aquí somos las mujeres las que llevamos adelante la lucha. Conocemos las consecuencias de la industria minera, traen enfermedades y otros problemas para nuestros hijos e hijas. Hoy, apenas tenemos agua. Si se acaba, ¿qué vamos a beber? Si la tierra se arruina, ¿de qué vamos a vivir mañana?”, se pregunta Ana.

En toda Colombia, cada vez más personas hacen lo mismo que María y Ana. Defienden el derecho a cultivar sus propias tierras. Tierras que les han sido negadas y/o quitadas. Defienden el acceso al agua y a otros recursos naturales, luchan por sus derechos humanos básicos poniendo en riesgo sus propias vidas.

Desde que se firmaron los Acuerdos de Paz (2016), más de 600 personas defensoras de los derechos humanos y líderes sociales han sido asesinadas en Colombia. Como la reforma rural integral prometida por los acuerdos no está a favor de la élite económica y política del país, ésta no se ha realizado. En las elecciones presidenciales del 2018, ganaron los partidos políticos opuestos a los cambios que requieren las estructuras reinantes, es decir, los que se oponen a la redistribución de las tierras acordada en los Acuerdos de Paz. Por lo que, la violencia ha aumentado hacia las personas que exigen la realización de los acuerdos políticos de la paz.

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En otra cooperativa agrícola al oeste de La Guajira vive Rosa. Hasta ahora no han matado a nadie de su cooperativa, pero ella cree que es solo una cuestión de tiempo.

“Van a intentar matarnos, somos personas campesinas que protegemos nuestros recursos naturales y queremos que todas las personas se beneficien, no solo unas pocas personas adineradas”, dice Rosa.

Ella quiere que los niños y niñas de su país puedan ir a la escuela, que las personas enfermas reciban atención médica, que todos y todas tengan comida cada día y techo sobre sus cabezas. Cosas que muchas personas no tienen hoy en Colombia.

Para muchas mujeres que residen en el campo colombiano, el acceso a un pedazo de tierra propia es una cuestión de supervivencia, es clave para no empobrecerse. La autonomía económica y la independencia personal de las mujeres son necesarias para participar activamente en los procesos políticos y en la consolidación de la paz. Sin tierra, para María, Ana y Rosa, es difícil pensar en otra cosa que no sea conseguir la comida diaria.

“No tener tierra significa no tener la posibilidad de desarrollar otros proyectos. Para cultivar necesitamos tierra, para construir viviendas necesitamos tierra. Con tierras arrendadas logramos solo hacer pequeñas iniciativas”, dice Rosa.

Por ahora, parece que los hijos e hijas de María, Ana y Rosa crecerán con los mismos desafíos que sus madres.

“Sin vivienda y sin tierra. No tenemos nada. Nacimos pobres, seguimos siendo pobres y moriremos pobres”, dice Ana.

Por

Liinu Díaz Rämö y Erik Halkjær